El 1° de septiembre de 2021 se cumplen 89 años de la gesta de loretanos que rescataron el territorio peruano Leticia, de manos de las fuerzas colombianas. Aquí un recuerdo y un homenaje.
Comentario sobre el libro:
El rescate de Leticia
Alberto Chirif
En 1922, el gobierno del presidente Augusto B.
Leguía firmó el Tratado Salomón-Lozano que definió los límites del Perú con
Colombia. Mediante ese Tratado, Colombia se quedó con el espacio interfluvial
comprendido entre los ríos Putumayo y Caquetá y también con el territorio
conocido como Trapecio Amazónico, que se extiende entre el Putumayo y el
Amazonas, dentro de cual se encuentra Leticia. Lo extraño es que este segundo
espacio no había sido materia evidente de los reclamos colombianos. Hubo
entonces una cesión extraña de un territorio que estaba ocupado por el Perú y
de un centro poblado como Leticia que había sido fundado por peruanos. El
tratado de límites, mantenido en secreto por el gobierno de Leguía durante
años, fue repudiado por ciudadanos de Loreto y otros afincados en ese
departamento. Indignados, decidieron rescatar Leticia en una acción cívica que
se ejecutó el 1º de septiembre de 1932. Diez meses más tarde, y luego del
asesinato del presidente Sánchez Cerro, el Perú refrendó el Tratado y retiró sus
tropas que ocupaban Leticia. Sobre este episodio trata el libro El Rescate de Leticia, escrito por Pablo Carmelo
Montalván, uno de los voluntarios que se enroló en el
Ejército Peruano para defender esa parte del territorio nacional. Es un evento
histórico poco y mal conocido en el país.
El texto
que sigue es la presentación del libro hecha por el antropólogo Alberto Chirif,
en
Iquitos, la noche del pasado jueves 27 de agosto de 2015, en el Centro Cultural Irapay.
*************
Transcurren los últimos días del mes de septiembre
de 1932. Una nave que transporta bulliciosos pasajeros acoderada frente a
Iquitos, se aparta de la orilla. Es de noche. Un observador del zarpe describirá
así el acontecimiento años más tarde: “¡Larga proa…! ¡Larga popa…! Sonó el telégrafo de órdenes en
la sala de máquinas, las hélices empezaron a batir ruidosamente las turbias
aguas del río y la enorme mole del barco que estaba cediendo a la fuerza de la
corriente, se retiró suavemente de la plataforma y volteó lentamente para
navegar aguas abajo. (//) Los gritos y frases de despedida empezaron a brotar
creciendo en intensidad; se agitaron manos en el barco, en la plataforma; ondearon los
pañuelos; las luces del muelle iluminaban débilmente una masa humana que se movía
desordenadamente en todas direcciones, extendiendo las manos como en actitud de
detenerlo, que parecía querer seguir tras el barco; sollozos, lamentaciones,
expresiones de conformismo y esperanza en labios de madres, esposas, novias;
parejas abrazadas llorando desconsoladamente; palabras de aliento de amigos,
hermanos; recomendaciones, promesas”.
Unas semanas antes, en la madrugada del 1º de septiembre
de 1932, 57 personas procedentes de Iquitos, Caballo Cocha (la mayoría), Yahuma
y Tarma, desembarcan en Leticia, deponen a las autoridades colombianas e izan
nuevamente la bandera peruana, recuperando para el país transitoriamente este
territorio. “No se derramó una sola gota de sangre”, señala el narrador.
Quien relata estas escenas es un civil que,
como muchos, se enroló posteriormente para revertir una injusticia cometida por
el gobierno de Leguía que suscribió el Tratado Salomón Lozano, por el cual Perú
cedió a Colombia dos bloques territoriales: el espacio interfluvial comprendido
entre el Putumayo y el Caquetá y el Trapecio Amazónico donde se encuentra
Leticia. Es un protagonista directo de esos hechos y se llama Pablo Carmelo
Montalván, autor del libro El rescate de
Leticia que hoy su hijo Fernando me ha pedido presentar en esta su segunda
edición que llega 37 años después de la primera.
García Márquez, en su libro Vivir para contarla, se refiere a la
toma de Leticia en su particular estilo humorístico. Atribuye la razón de este
suceso a una disputa de faldas. No recuerdo con exactitud los detalles de su
relato, pero creo que un colombiano (tal vez un sargento) le había quitado la
novia a su par peruano, y este, irritado hasta más no poder, decidió tomar la
población por las armas. Aunque es verdad que muchos actos calificados de
patrióticos tienen a veces explicaciones por demás pedestres y prosaicas, esta
vez, contradiciendo al ilustre escritor, debo decir que no fue esta la
justificación de la historia que narra Montalván. La recaptura de Leticia por
parte de un contingente de civiles peruanos debe ser analizada en el contexto
de la controversia fronteriza entre Colombia y Perú. Tal vez, de no haber sido
por la existencia en el área en disputa de gomas silvestres, aludidas de manera
general como caucho, nunca se hubiera
desencadenado el conflicto armado entre ambos países. Pero esto es apenas una
hipótesis.
La obra de Montalván no es una novela, tampoco
es un diario. Es un relato de alguien que vivió los hechos y los narra con lucidez
y espíritu crítico. Si bien incluye anécdotas, el texto no es un simple
anecdotario. Aunque el autor aparece en algunos pasajes, no es un relato que lo
tenga como personaje principal. Si tengo que ubicar el protagonista, debo decir
que es el grupo de 57 personas que tomaron Leticia y las que más tarde se
alistaron voluntariamente para defender su recuperación. Dentro de este
conjunto, destaca un grupo, del cual el autor es parte, que él califica con
humor como Estado Mayor. Lo integran
personas que comparten amistad, y también complicidades cuando juegan bromas o
burlan el absurdo y sofocante orden establecido por clases y oficiales que
confunden la disciplina con los gritos yla autoridad con los insultos.
Destaco del libro, de correcta escritura, su
capacidad de transmitir la sinceridad de espíritu de quienes se embarcaron en
el intento de recuperar definitivamente para el Perú un territorio cedido por la
estupidez de un gobierno. El texto comunica altruismo, desinterés, amor al
suelo de los padres, es decir, a la patria. Pero es a su vez un libro
tremendamente crítico contra los patriotas de fanfarria que se pavonean en las paradas
militares, de quienes, antes como ahora, no encuentran contradictorio llevarse
la mano al pecho y cantar con fervor aparente el himno nacional, mirando la
bandera con ojos enternecidos, al tiempo que desprecian a connacionales por no
considerarlos de primera categoría y se apropian del patrimonio nacional, que
debería servir para mejorar la educación, la salud y el bienestar de todos.
Creo que este es el principal valor del libro
de Montalván porque pone el dedo en la llaga de males recurrentes en el país
que se expresan de manera cotidiana y, lo que es más grave, incluyen momentos
de crisis donde más que nunca se necesita de honestidad y decisión como
requisitos básicos para lograr la unión en pos de una meta compartida. Me
refiero a casos de agresión externa, como fue la Guerra del Pacífico, con la
que el propio Montalván establece comparaciones, que se resumen en
improvisación, corrupción, irresponsabilidad de oficiales, abandono por parte
de las autoridades y cobardía. Si aún viviera, Montalván establecería otras
comparaciones actuales, por ejemplo, con el comportamiento de autoridades
durante el conflicto del Cenepa o de los desastres naturales que han causado
tantas tragedias en el país.
Montalván se refiere a superiores, clases y
oficiales que les pegan a sus subordinados, a balas que no revientan durante un
ejercicio porque estaban pasadas (“¡qué tal si con esa munición hubiéramos
entrado en combate…!; –p. 110), a carencias básicas de uniforme (“…dábamos la
impresión de haber sido sorprendidos y que hubiéramos acudido a las trincheras
a medio vestir…”; p. 120), a armamento en malas condiciones (“cartucheras por
deshacerse, la munición en el morral del servicio del comedor, las bayoneta
sujetas al cinturón con pedazos de cordel…”; p.120), a oficiales que se
emborrachan (p. 215) y a cuatro aviadores que con sus respectivas máquinas
abandonaron el escenario del conflicto para ir a Iquitos porque “uno de los
pilotos iba a contraer matrimonio y todos los compañeros de armas quisieron
estar presentes en la ceremonia”; p. 238). En la escena nacional un hecho vital
terminó por decidir el curso del enfrenamiento: el asesinato del presidente
Sánchez Cerro cuando pasaba revista a 20 000 soldados que debían incrementar
las tropas peruanas en Loreto. En fin, es una larga sucesión de despropósitos
que no podían conducir a otro desenlace diferente del que tuvo: el punto final
de la presencia peruana en Leticia y el abandono de su reclamo.
Quiero ahora hacer un análisis personal para
explicar los hechos y las razones de este conflicto fronterizo, y para esto
debo remontarme a décadas anteriores.
El
caucho
Corre el siglo XIX y mientras en Europa se
afianza la Revolución Industrial que se había iniciado durante la centuria
anterior y el capitalismo como sistema económico, en América del Sur países que
recién nacen comienzan a vivir su vida independiente y tratan de consolidar sus
fronteras sobre la base de jurisdicciones heredadas de su anterior condición
colonial y, en algunos casos, también de la ocupación de hecho de diversos espacios
territoriales, sea porque los consideran suyos o porque, al serles accesibles,
intentan hacerlos parte de su patrimonio.
Charles Marie de la Condamine había llevado, a
mediados del siglo XVII, noticias a Europa sobre la existencia del caucho en la
Amazonía. En su Relación Abreviada, publicada
en Francia en 1745, relata el uso que le daban indígenas amazónicos para hacer
algo parecido a plumillas del bádminton o a zapatos, así como diversos objetos
impermeabilizados. Entre estos últimos estaba una especie de odre con pico de madera
para llevar líquidos, similar a una jeringa, llamado en Brasil pão da xiringa, que es el origen de la
palabra portuguesa seringa y seringueiro que pasan al castellano
regional amazónico del Perú como shiringa y shiringuero.
El proceso de vulcanización del caucho,
descubierto por Charles Goodyear en Estados Unidos en 1839, había solucionado el
problema de alteración del producto a causa de los cambios de temperatura y de
adhesión de piezas de caucho puestas en contacto. Un año después de haberlo
patentado en 1844, R.W. Thompson registró la llanta neumática en Inglaterra.
Desde entonces el uso del caucho se generalizó aceleradamente como aislante,
amortiguador de ferrocarriles y bandas de billar, al tiempo que se
perfeccionaban sus usos ya conocidos en la fabricación de zapatos, prendas
impermeables y aislante de cables. En 1888, John Dunlop reinventó la llanta
neumática que hasta entonces no había tenido el éxito deseado por Thompson, la
cual logró importancia debido al impulso de la industria de la bicicleta. Pocos
años más tarde, en 1895, se usaría también para automóviles. En los años
siguientes la demanda de caucho creció en Estados Unidos y en toda Europa como
consecuencia de su pujante desarrollo industrial. Su extracción en la Amazonía
se expandió entonces de manera acelerada.
Una de las regiones importantes de extracción
de gomas silvestres fue el espacio interfluvial comprendido entre la margen
izquierda del río Putumayo y, hacia el norte, la derecha del Caquetá. Es decir,
uno de los dos bloques territoriales entregados por Perú a Colombia, mediante
el Tratado Salomón Lozano.
El río Putumayo se forma en el Nudo de los
Pastos, ubicado en la provincia ecuatoriana de Carchi y el departamento
colombiano de Nariño donde se reúnen los ramales de la Cordillera de los Andes que luego,
ya en territorio colombiano, se bifurcan en dos Cordilleras: la Occidental y la
Central. En su recorrido hacia el sureste, el Putumayo marca primero la
frontera de Ecuador con Colombia y luego la de este país con Perú, para
finalmente entrar a Brasil donde se lo conoce como Iça. Por su parte, el río
Caquetá nace en el departamento del Cauca, en Colombia, y atraviesa en su
recorrido, también hacia el sureste, los de Putumayo y Caquetá, antes de entrar
a Brasil con el nombre de Japurá.
Me he detenido en esto no por preciosismo
geográfico sino para tratar de enmarcar el problema de fronteras que está
implícito en el libro que hoy me han invitado a presentar. Ambos ríos nacen en
Colombia, y mientras el Putumayo sirve de límite entre ese país con Ecuador y
luego con Perú, el segundo nace en las regiones alto andinas de Colombia y discurre
enteramente en territorio de este país. Puedo completar la hipótesis que antes
esbocé, diciendo que de no haber existido gomas silvestres en la zona
interfluvial comprendida entre el Putumayo y el Caquetá, Perú no hubiese
reclamado ese territorio como propio y Colombia lo hubiese ocupado de una
manera natural, sin conflicto, dada su conexión fluvial con el resto del país.
Para Perú el Putumayo es hoy día una especie de extramuros del país. De Iquitos
a El Estrecho, capital de la recién creada provincia de Putumayo, se llega
actualmente en un viaje por río que demanda entre 15 y 20 días.
En la disputa con Colombia, Perú tenía a su
favor “títulos de derecho”, como los califica Carlos Larrabure y Correa en su
folleto El Perú y Colombia en el Putumayo, publicado originalmente en 1913 y
republicado en 2005.Dice él: “El 15 de julio de 1802, el Rey de España expidió
una real cédula en la que se especificaba de una manera clara y terminante, que
todos los territorios bañados por los afluentes septentrionales de los ríos
Marañón y Amazonas, hasta donde por sus
saltos y raudales dejen de ser navegables[cursivas propias],y además las misiones de
Sucumbíos, quedaban organizados en una nueva entidad política y administrativa,
denominada Comandancia General de Maynas”. (Perú y Colombia en el Putumayo.
Imprenta Viuda de Luis Tasso. Barcelona, 1913.) Es cierto, como señala
Larrabure y Correa, que se trata de un título de derecho pero este es débil
frente a dinámicas sociales que, como en este caso, se vieron favorecidas por las
condiciones geográficas de la zona.
Esta condición del Putumayo de río marginal respecto
al Perú explica por qué los colombianos llegaron antes a esa zona para explotar
las gomas silvestres: por existir vías fluviales que descendían del interior de
su país. De hecho, los dos centros gomeros importantes que llegó a tener la
Peruvian Amazon Company, empresa cuyo fundador y gerente fue Julio Cesar Arana,
son de aparición tardía respecto a la presencia colombiana. Uno de dichos
centros fue La Chorrera, en el Igaraparaná, que estaba en manos del cauchero
colombiano Benjamín Larrañaga. Allí Arana recién interviene a partir de 1901,
año en que establece una sociedad con el colombiano. Cuatro años más tarde la
empresa queda enteramente en manos de Arana, ya que, raíz de la muerte de
Larrañaga, él le compra sus acciones a su hijo Rafael. El otro centro es El
Encanto, a orillas del Caraparaná, que hasta 1903, según relata el comerciante
colombiano Joaquín Rocha en su Memorando
de Viaje(Casa editorial El Mercurio. Bogotá, 1905) estaba en manos de sus
connacionales. Recién a partir de 1904 aparece Miguel Loayza como gerente de
este establecimiento perteneciente a la Peruvian Amazon Company.
Las disputas que se presentaron nada tenían
que ver con razones patrióticas, y si caucheros de ambos países defendían su
presencia en ese territorio era por afán de lucro personal de explotar un recurso valioso como
las gomas silvestres, que por entonces llenaba los ojos de ambición y los
bolsillos de dinero. La prueba está en que ni Colombia ni Perú recurrieron al
argumento de la soberanía nacional mientras las sociedades entre ciudadanos de
uno y otro país marcharon bien y solo reventaron cuando Arana quiso tener la
exclusividad sobre la zona. Incluso así, hubo colombianos trabajando para la
empresa de Arana. Es el caso, por ejemplo, de Víctor Macedo, gerente de La
Chorrera. Y en un nivel aun más importante, el de Rafael Reyes que llegó a ser
presidente de Colombia entre 1904 y 1909, quien formó una sociedad con
Arana.
No obstante, si bien todo lo dicho es válido
para la zona interfluvial comprendida entre el Putumayo y el Caquetá no lo es
para la del Trapecio Amazónico y de ese centro poblado creado por una fundación
oficial y por el cariño de la gente: Leticia. Haré ahora el mismo ejercicio de
descripción geográfica que realicé en el caso anterior para ubicar en el espacio al Putumayo y el
Caquetá. Desde un punto de vista estrictamente formal, el Trapecio Amazónico
parece ser producto de un mal dibujante del mapa de Colombia. Es un apéndice
extraño que se descuelga hacia el sur desde una de las esquinas de su
territorio. Es una especie de embudo en la que, a diferencia del dicho popular,
la parte ancha perjudica al contrario, es decir, a Perú. Para ubicarnos en el
espacio, el Trapecio tiene su lado más pequeño en la orilla derecha del
Putumayo, en territorio que hasta la firma del Tratado Salomón Lozano era
indiscutiblemente peruano, desde donde proyecta sus lados divergentes hasta
encontrar la margen izquierda del Amazonas, donde se halla Leticia. Es una
clarísima intromisión en un territorio que no estaba en disputa entre las
partes y que Colombia no sentía como suyo ya que reconocía la margen derecha
del Putumayo como peruana, y con mayor razón, el espacio interfluvial entre
este río y el Amazonas.
Las razones que llevaron al presidente Leguía
a ceder el territorio del Trapecio de más de11000 km2 sigue siendo un misterio. Traición a la patria, señalan algunos. Sí,
¿pero a cambio de qué?, porque sin interés personal de por medio, sin ganancia
individual, no existe traición, sino solo estupidez del ignorante. Y esta es
otra vez una hipótesis. ¿Qué sabían Leguía y sus ministros acerca de esta
porción del territorio nacional y de sus pobladores? La desaprensión con que
los políticos-y no me refiero solo a los del gobierno central sino también a
los que tenemos cerca- miran el patrimonio natural y social de la Nación es
total, como lo vemos a diario. Que algunas empresas destruyan y contaminen el
medioambiente, saqueen los recursos naturales y afecten la salud y las fuentes
de trabajo y riqueza de sus pobladores es algo que nos golpea diariamente, pero
que muchos políticos califican de desarrollo. No obstante en estos casos, la
corrupción con el afán de enriquecimiento indebido ofrece una explicación para
el comportamiento de dichos políticos. Pero, ¿Cuál es la explicación en el caso
de la cesión del Trapecio Amazónico?
La acción cívica llevada a cabo por un grupo
de ciudadanos mayormente loretanos fue para rescatar a Leticia y al Trapecio,
no el espacio interfluvial comprendido entre el Putumayo y el Caquetá. Esto
último creo que se debió a dos razones: que nunca fue sentido como propio
porque su comunicación era con Colombia y no con Perú y porque a partir de 1915
el caucho, que era el producto que ambicionaban caucheros como Arana y otros,
dejó de ser importante por la caída de su precio en el mercado internacional.
El Tratado Salomón Lozano se firmó en 1922 cuando el caucho ya no valía nada.
El beneficio para Colombia de apropiarse del
Trapecio Amazónico es claro, porque este le ha permitido tener acceso directo
al Amazonas, convertirse en país ribereño de este río. Sin embargo, Colombia
era consciente de que este territorio no le pertenecía porque, repito, la
soberanía sobre la margen derecha del Putumayo no estaba en discusión. Y esto
debe haberlo recordado Colombia a lo largo del conflicto generado por la
recaptura de Leticia. Durante los 290 días que duró la presencia peruana en
Leticia, Colombia no hizo ningún intento por recapturar este poblado descolgado
de su territorio por las dificultades que enfrentaba la empresa. Para hacerlo solo
tenía dos alternativas: desplazar tropas atravesando el monte desde el Putumayo
hasta llegar en malas condiciones a Leticia o hacerlo por vía fluvial,
descendiendo el Putumayo, cruzando territorio brasileño hasta su desembocada en
el Amazonas y, desde allí, remontando el río hasta llegar a Leticia. Ninguna de
las dos vías le ofrecía a Colombia posibilidades de éxito por las dificultades
de dar apoyo logístico a sus tropas. Por esto planteó el combate en otro
escenario: el río Putumayo, donde Perú tenía muy pocas fortalezas a causa de
las dificultades de conexión de esta cuenca respecto al resto del país (que
puedo resumir diciendo que eran similares a las mismas de Colombia para acceder
al Amazonas), mientras que Colombia tenía fuerte presencia por el avance
colonizador, político y militar desarrollado desde su zona andina.
Los ataques en el Putumayo causaron la
destrucción de propiedades de peruanos establecidos en la cuenca y originaron
el traslado hacia el Napo y el Ampiyacu de población indígena que patrones
caucheros como Miguel Loayza habían llevado allí para utilizarla como mano de
obra en sus fundos. Pero esta es otra historia a la que no me voy a referir
ahora.
Termino destacando las virtudes de este libro
por estar bien escrito y, sobre todo, por abordar con espíritu crítico uno de
los tantos episodios vergonzosos de la historia nacional.
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