¿En qué consistió
su heroísmo?
José Barletti
(Publicado en el diario La Región de Iquitos el 26 de
marzo de 2008)
Se cumplen 75 años de la
Batalla de Gueppí en la que un chico de 26 años llamado
Fernando Lores Tenazoa murió junto a otros de sus compañeros que estaban bajo
su mando.
Apenas llegó la noticia a Iquitos, su muerte quedó teñida de una aureola
de heroísmo. Parece que este sentimiento se expresó primero en el diario El
Eco, donde trabajaba su novia, Cecilia Flores. Solía ella contar que cuando esa
mañana llegó al local del diario le llamó la atención que sus compañeros se
alejaran del lugar donde día a día se colocaba la lista de los caídos en la
guerra que en ese año de 1933 librábamos con Colombia en el Putumayo y que se
había desencadenado a raíz de la
Toma de Leticia el primero de setiembre del año anterior. A
leer esa lista acudían a diario los familiares y amigos de los combatientes. En
señal de respeto a su dolor, los compañeros de Cecilia Flores se alejaron del
lugar. Sin embargo, cabría preguntarnos si la dejaron sola por respeto a su
dolor. ¿No será que actuaron así porque sentían que la muerte de su novio tenía
algo de especial, algo de sublime?
Esa misma percepción se concretizó dos meses después de su muerte, en el
mes de mayo, cuando el Municipio decidió cambiar el nombre de la calle donde
vivía su familia y donde había transcurrido su infancia y adolescencia. Dejar
atrás el nombre de Jirón Pastaza y comenzar a denominarla Calle Sargento Lores
ponía de manifiesto que la autoridad edil estaba recogiendo lo que era ya un
sentimiento popular. Al respecto, he tenido en mis manos la carta escrita de
puño y letra por su mamá, María Tenazoa, en la que agradece al alcalde por el
cambio de nombre y le anuncia que está haciendo venir de Ica a Julio, su otro
hijo, para que se incorporé al combate y ofrende su vida como lo había hecho su
hermano. Tuve la suerte de conocer en 1982 a Julio Lores Tenazoa y guardo en un lugar
especial las fotos que tomé en nuestra plaza de armas en las que aparecen él,
su esposa y mi hija Cecilia de seis años. Tuve que dejarla a su cuidado durante
las horas que duró la ceremonia de conmemoración del cincuentenario de la Toma de Leticia, que fue
organizada por Luis Armando Lozano Lozano, alcalde en ese entonces, en
coordinación con el Frente de Defensa del Pueblo de Loreto.
En siete décadas este sentir se mantiene. Hay una plaza y localidades de
Loreto que llevan su nombre y está vigente la exigencia de rendir culto a su
memoria.
Lo que sucede es que, como en nuestro caso, más allá crear un héroe, como
suele suceder, existe una decisión no escrita de reconocer su gesta y su gesto.
En resumen, lo que se hace presente es que algo sublime sucedió la madrugada
del 26 de marzo de 1933.
Sin embargo, todavía no queda meridianamente claro lo que aconteció, lo
que hizo Lores. Tengo la impresión que la Historia Militar,
la historia oficial, constituye un obstáculo para que podamos expresar con
claridad lo que pasó. Hay que tener en cuenta que, pasada la guerra, surgieron
serias discrepancias entre algunos jefes militares que habían participado en el
conflicto con Colombia. Fue por eso que el alto mando dispuso que no hubiera
discusiones sobre el tema. De allí a guardar bajo siete llaves toda la
documentación hubo un solo paso.
Desde mi punto de vista, sucedió lo siguiente:
Las cañoneras colombianas Santa Martha y Cartagena, que controlaban el
Putumayo, la madrugada del 26 de marzo se acercaban a nuestra pequeña
guarnición de Gueppí para capturarla. El capitán peruano, en cumplimiento de
órdenes recibidas desde Iquitos con anterioridad, dispuso que se produjera un
repliegue por la trocha que llegaba hasta Pantoja en el Río Napo, lo cual se
llevó a la práctica. Sin embargo, también encargó a Lores que con su grupo de
nueve subalternos (a quienes él llamaba “mis tenazoas”) cumplieran la tarea de
“cubrir la retirada”, es decir que se colocarán atrás, en la retaguardia, para
distraer a los marineros colombianos mientras el grueso de nuestra tropa
avanzaba hacia el Napo. La pregunta que
cabe hacer es si Lores cumplió o no cumplió la orden de “cubrir la retirada”.
Mi punto de vista es que no la cumplió y el razonamiento que me lleva a esta
conclusión es la siguiente:
Los encargados de
“cubrir la retirada” deben seguir la orden primera, es decir replegarse. Sin
embargo, lo que hizo Lores no fue replegarse, sino que se quedó con sus
“tenazoas” a orillas del Putumayo buscando impedir el desembarco de las tropas
enemigas.
Debe haber sido un espectáculo digno de una película ver a estos diez
jóvenes treparse a los árboles, disparar y de inmediato bajar para correr un
trecho, subirse a otro árbol, disparar, bajar, correr, subir, disparar, bajar,
correr, subir, dando la sensación a los atacantes que no eran diez sino mucha
gente que les disparaba desde los árboles. Es presumible que les haya tomado
tiempo darse cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo y que hayan
decidido afinar la puntería ayudados con el largavistas. De esta manera,
nuestros combatientes fueron cayendo uno a uno. Ellos son Alfredo Vargas
Guerra, Alberto Reyes Gamarra, Reynaldo Bartra Díaz, Pascual Gómez López y
otros cinco combatientes más cuyos nombres no están al alcance hasta ahora. No
recuerdo bien cual de los cuatro nombrados (creo que fue Vargas Guerra), estando
trepado en un árbol, al darse cuenta que había sido alcanzado por las balas
enemigas, se lanzó al río con su arma en las manos muriendo ahogado.
Lores y sus tenazoas no estaban cubriendo la retirada. Estaban
defendiendo el suelo patrio. En su mente estaba la idea de que, si bien no
podían evitar que las botas extranjeras lo manchen con sus huellas, lo mínimo
que debían hacer era morir combatiendo y no replegarse.
Ellos no estaban haciendo sino volver a poner en práctica lo que 53 años
atrás Bolognesi y su gente habían hecho en Arica. Se trataba de los mismos
“deberes sagrados que cumplir” que llevaron a nuestro querido coronel a no
aceptar la rendición honrosa que le ofrecían los chilenos. No se podía permitir
que botas invasoras capturen suelo patrio sin que corra sangre. “Hasta quemar
el último cartucho” fue la consigna en Arica y también lo fue en Gueppí. No
rendirse, sin embargo, era una decisión absurda y resultaba una opción sin
ningún beneficio práctico, ya que de ninguna manera se podía impedir la pérdida
de Arica o de Gueppí. La razón exigía rendirse en Arica y replegarse en Gueppí.
Era lo lógico y lo razonable rendirse o replegarse. Pero esta gente querida
estaba en otra lógica, en una lógica muy diferente. Estaban en la lógica de
Blas Pascal, uno de cuyos pensamientos más hermosos dice así: “el
corazón tiene razones que la razón no conoce”. Bolognesi y su gente, Lores y su gente, decidieron
no guiarse por las razones de la razón sino por las razones del corazón.
En el medio siglo transcurrido entre Arica y Gueppí la gloria de nuestros
defensores había crecido gigantescamente. En tan poco tiempo el nombre de
Bolognesi estaba presente en plazas y calles de todo el país. Su imagen física
aparecía por doquier. ¿Qué peruano no tenía grabada en su memoria la imagen del
anciano de barbilla bien cuidada con la espada en la mano?
Nuestro Fernando había servido en el Ejército en su estada en Lima y allí
obtuvo el grado de sargento. Al producirse la Guerra del Putumayo volvió a enrolarse. Podemos imaginarlo
en la capital diciendo “permiso mi coronel” cada vez que se cuadraba ante el
monumento a Bolognesi al salir de franco, tal como lo hacen hoy los cadetes en la Escuela Militar de
Chorrillos.
Dejemos a Cecilia Flores, su novia eterna, que hace pocos años pasó a la
gloria cargada de recuerdos imborrables, nos cuente lo que ella recogió sobre
los últimos momentos de nuestro héroe en Gueppí.
Al desembarcar los
colombianos en Gueppí lo encontraron moribundo tendido a orillas del río. El
capitán médico se le acercó. Al reconocerlo, Fernando lo escupió y enseguida
lanzó su último suspiro.
Cecilia Flores solía repetirnos de memoria la frase escrita
posteriormente por este médico colombiano: “Mucho hubiera querido conocer el
nombre de este valeroso soldado que es digno de un canto homérico”.
La valoración de nuestros
héroes no puede significar avivar odios contra los países vecinos, ni fomentar
espíritu de revancha frente a acontecimientos pasados. En el caso del homenaje
que rendimos a Fernando Lores, el recuerdo y la reconstrucción de su vida y de
su heroico sacrificio no puede llevarnos a albergar sentimientos contrarios al
hermano pueblo de Colombia. Sin embargo, es indispensable la recuperación del
pasado, ya que toda nación tiene necesidad de fortalecer continuamente su
identidad y una manera de hacerlo consiste en destacar aquellos acontecimientos
en los cuales se han puesto de manifiesto los valores de su gente.
Es una gran aspiración del
pueblo loretano que nuestros héroes sean reconocidos como tales por todos los
pueblos del Perú, ya que en los diversos conflictos fronterizos que se han
producido, ha habido hombres y mujeres que ofrendaron lo mejor de sí en defensa
de la soberanía nacional. Algunos de ellos encontraron una muerte gloriosa.
Otros no tuvieron la misma suerte y sobrevivieron.
Entre nuestros héroes el
pueblo loretano ha colocado en un lugar prominente a Fernando Lores, de tal
manera que se podría decir que en su persona se ha acumulado todo el valor
patriótico puesto de manifiesto por los que combatieron no solamente en Gueppí,
sino en toda la Guerra
de 1932-1933 e incluso en la del Caquetá de 1911, así como en la del 41, del 81
y del 95.
Nos encontramos frente a
algo semejante a lo sucedido en la
Guerra con Chile hace un poco más de un siglo. Las personas
de Bolognesi, Ugarte, Grau y Cáceres simbolizan a toda esa gran cantidad de
gente, loretanos entre ellos, que se ofrendaron en defensa de la soberanía
nacional.
En la historia de todos los
pueblos de la tierra ha sucedido siempre algo así. Las grandes gestas
patrióticas tienen como protagonistas a muchas personas, pero una o unas pocas
son reconocidas con su nombre y pasan a simbolizar a todo el grupo. A veces
desde un primer momento y otras con el correr del tiempo, se identifica al grupo
con la persona. En unos casos es el jefe quien recibe la gloria como aconteció
con Bolognesi y Grau. Otras es un subalterno, como sucedió con Cáceres en Tarapacá
o con Alfonso Ugarte en Arica.
Esto nos coloca frente al
asunto del rol de los individuos en la historia. No cabe duda que la historia
la hacen los pueblos, pero hay líderes formales o informales que personifican a
esos pueblos porque tomaron valiosas y heroicas iniciativas. En hombres y
mujeres así están personificados los valores de cada pueblo. De esta manera
estas personas se convierten en un paradigma, es decir en un ejemplo para todos
los integrantes de ese pueblo y en ellos reposa un elemento importante de la
identidad nacional.
Una pregunta que cabe
hacerse tiene que ver con la forma en que se encumbra a una persona llegando a
convertirse en ese paradigma. ¿Cómo fue que se encumbró a esa persona? Lo que
sucede generalmente es que, desde un primer momento, los pueblos tienen una
especie de “olfato” o intuición para identificarlo y difícilmente se equivocan.
Con el correr del tiempo se agigantan, principalmente por los aportes de la
investigación histórica. Un ejemplo claro de esto es lo sucedido con Cáceres a
raíz de los estudios que continúan haciéndose sobre el papel que cumplió en la
conducción de la
Resistencia Nacional contra el invasor chileno. Sin embargo,
su figura ha demorado en crecer. Basadre
acertadamente explica que esto se debió a que “no tuvo la suerte de morir en
Huamachuco”. Es casi seguro que cada vez vaya siendo valorado más y más. Sin
desmerecer a nuestros otros prohombres, es casi seguro que al cabo de algunas
décadas ocupe un sitial en la historia nacional que hoy sea difícil de
imaginar. Lo que pasa es que la historia de los pueblos está en constante
construcción.
La identificación de la
acción heroica poco a poco va simplificándose y en pocas palabras queda
expresada siendo fácilmente comprensible para toda la población, incluso para
los niños. Allí están el “tengo deberes sagrados que cumplir” de Bolognesi, el caballo
blanco y la bandera de Alfonso Ugarte lanzándose desde el Morro, el acto
generoso de Grau en Iquique, la fortaleza moral de Cáceres de persistir en la Resistencia Nacional
a pesar de las traiciones y los múltiples sinsabores.
En nuestro caso, el pueblo
loretano, desde un inicio, sin desmerecer a los demás, identificó a Fernando
Lores como el líder informal en lo glorioso que tuvo lugar la mañana del 26 de
marzo de 1933 en que fuimos derrotados en Gueppí. La memoria colectiva del
pueblo lo ha ido encumbrando con el correr del tiempo. No cabe la posibilidad
de que haya habido intereses particulares en levantar su figura. ¿Qué afán
pudiera haber habido para intentar realzar a un sargento de 26 años habiendo
jefes y oficiales que también habían destacado por su valor? En Lores
encontramos, sin duda, un caso típico de héroe popular.
FERNANDO LORES TENAZOA
Y SU TIEMPO
Suele suceder que, en la vida de los pueblos, sus hechos gloriosos
y sus personajes sobresalientes quedan congelados en el tiempo y descolgados de
su contexto. Algo de esto es lo que está aconteciendo con Fernando Lores
Tenazoa y con el Combate de Gueppí. En realidad, la vida de una persona o un
determinado acontecimiento no puede entenderse a cabalidad si no se tiene en
cuenta lo que estaba pasando en esos momentos en la vida de ese pueblo. De allí
que, al conmemorar el 75 aniversario de su inmolación, vale la pena que nos
preguntemos ¿Cómo era Iquitos, Loreto y la Amazonía peruana en aquellos tiempos? ¿En qué
guerra se produjo el histórico Combate de Gueppí?
María Tenazoa dio a luz al bebe en la madrugada del 27 de abril de
1906. Ella tenía 25 años y éste era su tercer hijo. Antes habían nacido dos
mujercitas, Rosa y Luisa. Hubo dos hijos más, Julio y Josefina. María era
tarapotina. El padre, Benito Lores, era limeño, de 42 años. No se encontraba en
Iquitos en momentos del alumbramiento. Había tenido que viajar al Putumayo para
ocupar el cargo de comisario de esa zona. Era también jefe de la lancha
"Iquitos". Recién conoció a su hijo tres meses después, al regresar
de aquel río, que no era frontera con Colombia, ya que el Perú llegaba hasta el
Río Caquetá, mucho más al norte.
Cuando nació Fernando su familia vivía en la cuadra cuatro de la
calle Arica. Pocos meses después se mudaron a la calle Nanay y posteriormente
al jirón Pastaza donde transcurrió su infancia, adolescencia y juventud.
Nueve años antes de su nacimiento, en 1897, Iquitos había
comenzado a ser la capital del departamento de Loreto. Hasta ese entonces y
desde mucho tiempo atrás, Moyobamba había sido la capital. La población de
nuestra ciudad era de unos doce mil habitantes, entre los cuales había buena
cantidad de ciudadanos de 21 países. En realidad, la mayor parte de población
de aquellos tiempos no había nacido en Iquitos, los padres de Fernando, por
ejemplo. Los antiguos pobladores indígenas del pueblo Iquito habían tenido que
irse a vivir a las afueras de la ciudad y principalmente a la parte alta del
Río Nanay, ya que la mucha gente que llegaba iba ocupando el centro. Cada día
había menos viviendas con techo de palma y se construían aceleradamente casas
al estilo europeo y también locales para las empresas comerciales y bancarias.
Unos cuarenta años antes del nacimiento de Fernando Lores, Iquitos
había comenzado a dejar de ser un pequeño caserío. Su crecimiento fue
rapidísimo. Mucha gente vino de los pueblos que hoy conforman el departamento
de San Martín. Allá sólo quedaron los ancianos y algunas mujeres con sus niños.
Una de las muchas mujeres jóvenes que vinieron fue María Tenazoa. Precisamente
en 1906, año del nacimiento de Fernando, los antiguos pobladores de esos
pueblos lograron separarse de Loreto y se creó el departamento de San Martín.
Esta fue la respuesta al abandono en que se encontraban debido al agobiante
centralismo iquiteño. Todos los recursos presupuestales para Loreto se quedaban
acá y nada llegaba a ciudades y pueblos antiguos como Moyobamba, Rioja,
Tarapoto o Saposoa.
Cuando nuestro héroe estaba todavía en el vientre materno, se
instaló por primera vez en Iquitos el servicio de alumbrado eléctrico a cargo
de una empresa privada. María tenía cuatro meses de gestación cuando se
inauguró el ferrocarril que atravesaba la ciudad, del cual nos queda como
recuerdo la locomotora de la
Plaza 28 de julio. El niño tenía seis años cuando se puso el
agua potable y se estableció la comunicación por telégrafo con Lima. Eran
tiempos en que se cocinaba con carbón o leña. Los fogones eran cubiertos con
una tapa de lata para disminuir el fuego. Cuentan que el travieso Fernando, a
los tres años, se quemó el trasero al sentarse en una de esas latas calientes
que su mamá había dejado sobre unos ladrillos cerca al suelo. Fue fuerte la
quemadura, ya que estuvo dos meses en tratamiento.
Es posible que Fernando haya sido uno de los niños que corrían al
lado de los soldados que partían o regresaban del Río Caquetá en la Guerra con Colombia de
1911. Tenía en esos tiempos cinco años.
A los seis años, en 1912, comenzó a ir a la escuela. El Estado
dedicaba buena parte del presupuesto nacional de educación a las escuelas de
Iquitos, dado su crecimiento acelerado. A esa misma edad fue bautizado. Este
acto religioso fue quizás uno de los últimos actos del párroco de Iquitos, el
padre Pedro Correa, ya que, luego tuvo que irse de esta ciudad donde había
estado por unos veinte años. Lo que sucedió fue que, desde 1901, se había
producido un problema al interior de la Iglesia Católica, porque prácticamente
había dos párrocos en la ciudad. El otro era un misionero agustino, integrante
del grupo que habían sido enviados por el Papa al crearse el Vicariato San León
del Amazonas, hoy Vicariato de Iquitos. Las autoridades municipales no querían
que los agustinos se quedaran en la ciudad, sino que se fueran a vivir a los
caseríos. Según estas autoridades, los
misioneros habían sido enviados para “evangelizar a los salvajes” y como “en
Iquitos no había salvajes”, no tenían por qué quedarse. De esta manera, se
pusieron a favor del padre Correa, quien dependía del obispo de Chachapoyas, la
máxima autoridad religiosa en la
Amazonía peruana en aquellos tiempos. Todo hace ver que el
alcalde y los regidores estaban contentos con el padre Correa, ya que éste se
dedicaba a su labor religiosa sin preocuparse por lo que sucedía a su
alrededor. Y lo que acontecía no era cualquier cosa. Era muy grave lo que
estaba pasando por esos tiempos.
Cuando Fernando Lores fue bautizado, a los seis años, la ciudad de
Iquitos seguía conmocionada por un escándalo judicial. Los acusados eran Julio
César Arana, el hombre más importante en la Amazonía peruana, juntamente con sus socios y
varios de sus empleados. Estos últimos estaban presos en la cárcel de la calle
Brasil. Este juicio es conocido en la historia de Loreto como el
"Escándalo del Putumayo" y se inició al haberse puesto al descubierto
los crímenes que se habían venido cometiendo contra la gente indígena de ese
río que hoy marca la frontera con Colombia. Se calcula que unas 50 mil personas
fueron asesinadas de la manera más horrenda en la extracción del caucho. El
juicio se había iniciado en 1907, cuando Fernando tenía un año de nacido. En el
Perú y en el extranjero se escribieron libros y artículos periodísticos sobre
estos hechos abominables. El Putumayo era nombrado en Estados Unidos,
Inglaterra, España y casi todos los países del mundo. La "Peruvian Amazon
Company", la empresa de Julio C. Arana, se había hecho tristemente famosa.
Colombia se aprovechaba del escándalo y ponía todo de su parte para que se
desprestigiara el Perú, ya que por fin había encontrado un pretexto para
reclamar el Putumayo, el que nunca le había pertenecido.
La época del caucho es la etapa más negra de nuestra historia
amazónica. Ni siquiera en tiempos de la dominación española los pueblos
indígenas habían sido tratados de manera tan ignominiosa y todo con el afán de
obtener grandes ganancias con la explotación cauchera. Esas ganancias salían de
la muerte y sufrimiento de la gente indígena a quienes no solamente no se les
pagaba salario, sino que se les esclavizaba. Las torturas y asesinatos se
producían cuando un indígena no cumplía con entregar los diez kilos diarios de
caucho a que estaba obligado o cuando se negaba a trabajar en estas
condiciones. La gente de Arana en el Putumayo buscaba "escarmentar" a
los que no cumplían con lo que ellos ordenaban para que no cundiera, según
ellos, el mal ejemplo. Las autoridades que tenía el Perú en el Putumayo se
hacían de la vista gorda. Es posible que este haya sido el papel que le tocó
cumplir a Benito Lores, el padre de Fernando. Durante sus primeros años de vida,
nuestro héroe no tuvo a su papá a su lado, ya que éste pasaba la mayor parte
del tiempo allá y sólo venía de cuando en cuando.
Tan grave era todo esto, que el Papa Pío X, hoy San Pío X,
escribió una encíclica condenando los crímenes del Putumayo. Este documento fue
firmado en Roma un mes después del bautismo de Fernando Lores, en 1912. Podría
ser que debido a eso se terminara el problema entre el padre Pedro Correa y los
agustinos, ya que ese año estos misioneros se hicieron cargo de la parroquia de
Iquitos.
El crecimiento acelerado de Iquitos y su progreso se debieron pues
al auge de la explotación del caucho. Por eso se puede decir que Iquitos se
construyó con sangre y sufrimiento indígena.
Sin embargo, la entrada de Fernando Lores a la escuela, en 1912,
coincidió con la caída del negocio del caucho. Nuestras exportaciones caucheras
se fueron al suelo de la noche a la mañana en 1911 debido a que el caucho que
producía Inglaterra en las plantaciones de sus colonias asiáticas, establecidas
con semillas robadas de nuestra Amazonía, era de mejor calidad que el nuestro
que crecía al natural y también porque ese caucho llegaba a las grandes
ciudades consumidoras a menor precio que el nuestro. Esto hizo que
prácticamente quedáramos fuera de la competencia en el mercado.
Años después, José Carlos Mariátegui diría que lo del caucho no
pasó de ser una ilusión y que no supimos darnos cuenta de que era así. Por eso
afirma que, con la caída del caucho, Loreto sufrió un cataclismo. Fue así en realidad.
Las empresas quebraron, los grandes patrones caucheros se fueron a Lima o a
Europa. Se llevaron todo el dinero. Aquí sólo quedó el desempleo y la pobreza.
La mayor cantidad de gente que había venido de San Martín se quedó aquí o en
los caseríos que se habían creado para el trabajo del caucho. No podían
regresar a su tierra como fracasados. Entre la gente que se quedó estuvo María
Tenazoa, la madre de Lores. Entre los que se fueron estuvo su padre. No tenía
aquí nada qué hacer. Abandonó a su familia y se fue a vivir a Lima. Fernando
tenía siete años.
La infancia y adolescencia de Fernando Lores transcurrieron en los
tiempos de grave crisis que sucedió a la época del caucho. María había quedado
sola y sus dos pequeños hijos varones, Fernando y Julio, tuvieron que ponerse a
trabajar, primero vendiendo botellas vacías y luego ayudando a cargar bultos o
hacer encargos. A los doce años, cuando terminó la primaria, entró a trabajar
en un taller de confección de zapatos. Los testimonios que se han recogido de
los que lo conocieron lo muestran como un niño juguetón y con iniciativa. Esto
hizo que se metiera de malabarista trabajando para Liborio López, un famoso
prestidigitador. Actuaba en el Teatro Imperio en la Plaza 28 de Julio. Con el
tiempo este lugar se convertiría en el Cine Loretano y mucho más tarde en el
Cine Bolognesi. También se hizo teatrista. Su nombre artístico fue
"Perote".
A los 15 años, nuestro Fernando había sido ya muchas cosas:
mandadero, cargador, fabricante de zapatos, cómico, boxeador y también futbolista.
Formó parte del Club Tuta. Con estos antecedentes, a nadie puede llamar la
atención que vistiera el uniforme militar cuando ese año de 1921 se produjera
el levantamiento federalista dirigido por el capitán Guillermo Cervantes. Es fácil
imaginárselo metido en la revuelta.
Después del fracaso del movimiento cervantista, Fernando sintió
que Iquitos le quedaba chico. Por eso, a los 20 años se fue a Lima. Su objetivo
era ser militar. Es posible que hubiera visto en Cervantes un ejemplo. Usó la
antigua vía del Huallaga hasta Moyobamba, Chachapoyas, Cajamarca, Trujillo y
Lima. En su recorrido y en la capital se ganó la vida con los oficios que tan
bien conocía. En Lima ingresó al Ejército en 1927. Seis años después consiguió
una muerte gloriosa en Gueppí.
LA GUERRA CON COLOMBIA
El Combate de Gueppí, el 26 de marzo de 1933, fue uno de los
encuentros armados que se produjeron en la guerra librada a raíz de la Toma de Leticia el primero de
setiembre de 1932. El gobierno de Leguía había entregado, por el Tratado
Salomón-Lozano de 1922, la décima parte del territorio nacional al vecino país,
cumpliendo así de manera servil las órdenes del gobierno de los Estados Unidos.
En 1930 se ejecutó dicho Tratado y nuestra ciudad de Leticia, junto con toda la
enorme franja entre el Caquetá y el Putumayo, dejo de pertenecer al Perú
convirtiéndose en territorio colombiano. La población peruana de esos
territorios también fue entregada a Colombia. Dos años después, en 1932, el
valiente pueblo loretano, dirigido por la Junta Patriótica
de Loreto, capturó la ciudad de Leticia con armas en la mano. Este hecho
provocó la Guerra
del Putumayo.
Después del Combate de Gueppí, el heroísmo de Lores y sus
compañeros hizo que los combatientes peruanos pelearan con mayor entusiasmo.
Así, por ejemplo, unas tres semanas después, el 15 de abril, en un operativo de
sorpresa, en el lugar denominado Calderón, en la orilla coombiana del Putumayo,
nuestra gente tuvo un brillante triunfo, en el que destacó el joven sargento
Carlos Sicchar Velásquez, quien estuvo a cargo de la mortífera ametralladora.
Vaya el homenaje a nuestro gran amigo, fallecido hace muy poco, tronco de una
familia de hijos de Loreto que ha heredado su vena patriota.
En momentos en que conquistábamos éxitos en la guerra, nuevamente
se produjo la traición del gobierno de Lima, esta vez del mariscal Oscar R.
Benavides, quien acordó con Colombia el alto al fuego y llevó a cabo
negociaciones diplomáticas que culminaron en la devolución de Leticia a
Colombia.
Fernando Lores se inmoló a los 26 años, a un mes
antes de su 27 cumpleaños, cuando estaba próximo a casarse. Es sin, duda, un
ejemplo de joven loretano.